Es una simbiosis entre rentabilidad y buenas prácticas rurales. Nos acercamos a la explotación de Galo Celta, cerca de Santiago de Compostela, para comprobar cómo viven y cómo ponen sus estupendas galiñas.
El huevo como propósito y fin, no como origen o principio. El huevo como culminación de un ciclo biológico y nutricional de rechupete; el huevo como ídolo y meta, en el campo y en la mesa. En estos tiempos en el que el proceso de puesta de las gallinas camperas está bajo la lupa y en el que se impostan muchos ramalazos rurales (sobre todo en lo tocante a diseño y packaging que luego no se corresponde con la naturalidad del entorno y las prácticas), se ha menoscabado la calidad y la correcta trazabilidad de tan fundamental alimento. En la explotación que lleva el sello Galo Celta –en Vila de Cruces, apenas media hora en coche en Santiago de Compostela– se hallado una fórmula modélica. Sin tirar de ecologismo de salón –ése que busca de un cero por delante en el código alfanumérico impreso en la cáscara– han logrado un huevo supremo, oneroso hasta en suculencia, que proviene de unas gallinas relajadísimas que campan a sus anchas en ocho cuadrículas amuralladas por castaños y robles, y con unas casetas por las que trepan de felicidad. Pertenecen estas galiñas a la raza Loman y de Mos, y tanto su dieta como su enlentecida puesta (una cada tres días, cuando en el ámbito industrial ese porcentaje se dispara) provoca que cada huevo sea una alhaja tan deseada como las que fabricó la firma rusa Fabergé. Por fortuna, tardan menos en materializarse que las costosas joyas: su proceso formativo se cifra en alrededor de dos semanas y su incubación raramente supera el mes. Non son gallinas ponedoras las que porque aquí moran. Ahí reside uno de los secretos para que resulten organolépticamente maravillosas sus puestas. Los huevos que cada gallina deposite dependen de la estación del año, la edad, su nacionalidad y ecosistema, y sobre todo, la calidad y cantidad del alimento que se echen al pico. “Nuestras gallinas comen pulpa de aceituna, deshidratada, además de maíz y trigo del país. Ni aditivos ni colorantes ni nada que se le parezca. Eso da un índice altísimo de los oleicos, además de subir el nivel de omega 3 y del omega 6. La yema es pura crema, brillante, sin apenas agua, con un gusto muy jugoso en boca con lo que te puedes comer el huevo directamente, sin cocinar”, explica David Sueiro, el granjero al cargo de este gallinero premium.
Cada ave da cuenta cada día de unos diez gramos de este cóctel nutricional, sin contar los gusanos o miñocas que encuentre en su paseos. De hecho, casi la mitad de su dieta procede de estos suelos gallegos tan nutritivos. Al final de su vida útil, la gallina se sacrifica para aprovechar su carne (no antes de los dos años y medio) y el fabuloso caldo que proporciona su carcasa.
Estos huevos de autor se almacenan en la propia granja, en lareira aledaña, donde la madera dota de la humedad idónea. No necesitan mayor refrigerio. La logística actual permite que en menos de 24 horas estén en lineales de tiendas deli y supermercados con sección gourmet. La media docena se tarifa a 4,95 euros. Cuanto más pronto se consuman desde la fecha de puesta, mayor resultará en boca su sabrosura y su densidad. Protoplasma vital luminoso y lumínico –yema de un amarillo intenso, saturado, que no rojizo ni anaranjado– su ingesta proporciona vitaminas que hidratan la piel y desestresan, regulan el funcionamiento muscular y del sistema nervioso, así como un sinfín de parabienes para nuestra ajetreada anatomía, desterrando mitos que hablan de colesteroles por las nubes si uno supera un (in)determinado número de unidades día. Además, estos huevos de Galo Celta toman otros derroteros. Aparte de nutrir tortillas de campeonato en tabernas de Betanzos (cuna de esta tortilla babosa que ha rebasado fronteras) también han llegado a fogones estelares, como las de los chefs Martin Berasategui o Pepe Solla, que dan fe de que los despachos ovales que de aquí salen cuentan con una trazabilidad sin mínima grieta o fisura en su historial.